La
herencia de mi abuela Julia
Sacó el mosquito del estuche para que me
picara donde siempre.
Aunque suene extraño es lo que hizo mi abuela Julia en su lecho de muerte, antes de recibir los santos oleos. Hizo un gesto para que aproximara el oído a sus labios, y me dijo con el tono de voz propio de los que dejan el mundo:“todo cuanto tengo va a ser tuyo, cuida bien del mosquito, y me puso un estuche Fabergé, ricamente decorado con brillantes sobre laqueadas miniaturas en el cuenco de la mano”.
Aunque suene extraño es lo que hizo mi abuela Julia en su lecho de muerte, antes de recibir los santos oleos. Hizo un gesto para que aproximara el oído a sus labios, y me dijo con el tono de voz propio de los que dejan el mundo:“todo cuanto tengo va a ser tuyo, cuida bien del mosquito, y me puso un estuche Fabergé, ricamente decorado con brillantes sobre laqueadas miniaturas en el cuenco de la mano”.
Protegí el estuche y el mosquito como guardan la garganta los tenores, y cuando me di cuenta de que mi abuela andaba bajo tierra en busca de la eternidad, comencé a deambular por la casa, antigua, de techos altos, maderas crujientes y apolilladas procurando dar sentido a mi existencia.
Ocurrió que Mr. O’Donnell, un amigo de mi
abuela, al que llamaba “El californio” porque su madre lo trajo al mundo en el
paritorio de Alcatraz, y con el que se había estado carteando desde los
diecinueve años, me expresó sus condolencias por email y me habló al mismo
tiempo de las investigaciones que realizaba en un instituto de entomología,
dedicando las veinticuatro horas de sus días al estudio de los mosquitos.
Me decía en el email que mi abuela le
había hablado de la peculiaridad de la herencia que me otorgaba.
Sin más dilación pasó a contarme que él investigabala
naturaleza del mosquito, el desarrollo de su vida, del huevo, de la larva, la
crisálida y el díptero adulto. Me decía que las hembras son hematófagas y que
los machos, sin embargo, no. Que tras minuciosas observaciones a través del
microscopio y en cautividad, pudo publicar en la revista Nature un artículo
aseverando que los mosquitos grúa o gigantes eran bisexuales, conducta a la que
se veían avocados en situaciones extremas de sequía como por ejemplo en el
desierto de Mojave, y que lograban ovular entre machos porque llegaban a
extremos de transexualidad unívoca.
La cantidad de información sobre el
comportamiento sexual de los mosquitos contenida en el email de Mr.O’Donnell
llegó a perturbarme y me puso en el brete de cuidar y vigilar con esmero al
mosquito porque de algún modo me hizo creer que tenía un gran interés
científico.
Aunque yo había oído hablar de
homosexualidad, bisexualidad, transgénero y travestismo, todo esto eran a mi
entender conceptos a los que nunca había prestado demasiada atención, así que
me volqué en la Wikipedia y escarbé en los entresijos de lo que antaño
llamábamos perversiones para estudiarlas en relación con el comportamiento de
mi mosquito, pero poco a poco, según me adentraba en el conocimiento de las
distintas practicas sexuales comencé a dudar de la ortodoxia de mi
comportamiento.
Claro, yo había vivido tanto tiempo
encerrado con mi abuela, solo con ella, que no hacía distingos a la hora de
vestirme para deambular por la casa. ¿Seré travestí?, me pregunté; y aunque la
única conducta no aplicable al mosquito era el travestismo , lo cual tiene
cierta lógica, me dispuse a acudir a un buen psiquiatra.
Mr. O’Donnell me animo a visitar uno en
EEUU, pero preferí un argentino instalado en Madrid pues creí necesario expresar
la problemática de mi subconsciente en mi lengua madre.
El psiquiatra era freudiano y argumentaba
sus análisis en la mitología griega, con
lo cual yo, no sé por qué, no lograba evacuar mis sentimientos de culpa y mi
ego seguía encerrado en sus complejos,que como bien se sabe, producen temor y
placer al mismo tiempo.
Después de varios meses de terapia
psicoanalítica el doctor Marcussi me propuso someterme a unas sesiones de
hipnosis.
En las primeras sesiones yo no pasaba de
un letargo flotante obedeciendo las indicaciones del doctor; pero un día
descendí a la fase REM, que según me dijo era lo más profundo de mi
subconsciente, y le conté que todas las noches me levantaba después de las
doce, me ponía una ropa interior de seda negra de mi abuela, es decir, una
bragas y un sujetador y una faja de ballenas. Salía al balcón, recitaba una
rima de Becquer y con las mismas me iba a la mesilla, abría el huevo de Fabergé
donde descansaba el mosquito, lo colocaba en mi antebrazo y dejaba que me
picara a placer.
Para el doctor Marcussi el resultado de
la hipnosis no fue muy revelador, supo hacerme saber lo que de algún modo ya
sabíamos, pero no las causas que lo motivaban.
Cuando le conté a Mr. O’Donnell, el amigo
de mi abuela, los detalles de mi tratamiento hipnótico me dijo que ciertos
mosquitos tienen el mismo ADN que los humanos, y que seguramente este de tanto
picarme me había transmitido hormonas transexuales, quizás también bisexuales u
homosexuales, eso tendría que observarlo con el paso de los años. Y que al haber
vivido tanto tiempo solo con mi abuela, sin conocer hembra ni varón que me
alegraran, y recibiendo miles de
picotazos del mosquito mi conducta había derivado hacia el travestismo.
Ahora tienes dos opciones: la primera, seguir disfrazándote con la ropa de tu abuela
por las noches y la otra, matar al
mosquito y someterte a una cura de desintoxicación guiada por expertos.