Bajamos por el callejón de los Almudines, mi madre, la
Manuela y yo. La Manuela me agarraba la mano con fuerza, me apretaba y me
quejé.
-Pobrecico.-Exclamó ella , y me acarició la mejilla .
Un burro, amarrado a un aro de la pared de la posada,
levantó la cola y echó una cagada. Mi madre de un salto se apartó:
-Jesús, casi me cae encima.
Atravesamos la calle Mayor, y entramos en un portal de la
calle Palomar, una vieja casona, donde vivía, o tenía la clínica doctor Azorín. Subimos la escalinata amplia de
baldosas rojizas y bordes de madera que nos llevó a la puerta del doctor.
Mi madre se recompuso el cuello del vestido, pulsó el timbre
y con el dedo índice en los labios nos
mandó callar.
Se oyeron pasos, se abrió la puerta enorme de la consulta y
una señora escuchimizada, de bata azul y el pelo sujeto con una especie de
cofia o venda blanca nos pasó a la salita de espera. No había nadie. Olía a
lejía. Las sillas de anea estaban alineadas a lo largo de la pared. Junto a la
puerta de la salita una ventana con visillos de hilo bordados daba al corredor.
Sin que nadie nos lo hubiera pedido, y no quisiéramos
molestar al médico hablábamos en voz baja. Y mi madre me acercó a ella y me acariciaba.
-Qué valiente es Joaquinito. ¿Verdad, Manuela?
-Un hombrecico, eso es. Mírelo que bueno.
Yo estaba acostumbrado a los mimos de la Manuela porque fue
mi nodriza y luego se quedó varios años trabajando en casa para cuidarnos. Y mi
madre me decía que la Manuela era mi ama de leche.
Al cabo de un rato, la misma señora que nos abriera la
puerta nos pasó a otra habitación donde el doctor Azorín nos estaba esperando.
Era un hombre delgado con el pelo engominado y peinado hacia atrás y unas gafas
de carey, con doble lente.
Hizo un gesto con la mano para que mi madre y la Manuela
salieran. Mi madre me besó y la Manuela hizo lo mismo. Yo quería llorar, me
encontraba perdido, quise salir corriendo detrás de mis dos madres, pero me
quedé en medio de aquella habitación, con muebles metálicos, de la mano, ahora,
de la única señora que hacía las veces de portera y enfermera.
El doctor se sentó en una silla cerca de ventana. A su mano
derecha había una mesita con instrumental quirúrgico y varios paños blancos
apilados. La enfermera se sentó frente al médico y me puso a mi sobre sus
muslos a la vez que atrapaba mis brazos entre los suyos. Yo intentaba removerme
y no podía.
-Estate quieto o te haremos daños.
-Anda, guapo, abre la boca.
Comencé a llorar y cerré los labios. La enfermera me dijo
que si no abría la boca me apretaría las narices.
Abrí la boca y lloré a lágrima viva.
-Como no pares de llorar te cortaré las orejas- dijo el
doctor. Sus gafas casi me rozaban y no podía parar de llorar. Luego miraba al
médico como si fuera un perrillo.
Sangré. Sangraba más y manchaba una especie de toalla que me
habían puesto por delante. La sangre me alteraba y aunque quería sacar los
brazos de entre los brazos de la señora, ella era muy fuerte.
La Manuela me cogió en brazos cuando se terminó la tortura y
el médico le dio a mi madre unas recetas.
Mi padre vino a buscarnos con la camioneta del almacén. Montamos
todos apretados junto a él y yo seguía
en los brazos de la Manuela.
A los niños cuando les operaban de anginas les traían
helado. Me quedé adormilado y mi madre se sentó en el borde de la cama y me
acariciaba la cabeza.
-No te duermas, me decía. Que el doctor dijo que no te
duermas hasta más tarde.
Me preguntaron qué quería.
Mi hermana, que entró en la habitación, dijo que ella me traería recortables.
-Que sean de guerra- dije.
Al cabo de un rato vino mi hermana con un libro de cuentos,
“Los hermanos Grimm” y un montón de recortables. Se sentó en la cama, junto a
mi y comenzó a recortar.
Por la tarde, cuando ya estaba oscureciendo, la Manuela
entró , me dio un beso y me agarró de las manos.
-No tiene fiebre.-Dijo.
-El doctor me pegó- mentí.
-¿Cómo dices, Joaquinito?
-Que me pegó. El doctor me pegó y la enfermera me agarraba.
-Dilo otra vez, hijo mío. Qué te hizo el doctor. Díselo a tu
mamá.
La Manuela se giró y le preguntó a mi madre.
-Ya le dije yo que los lloros del niño no eran normales.
Mi madre dijo que aquello no quedaría así. En cuanto llegó
mi padre se lo contó. Pero mi padre opinaba que por un cachete no nos íbamos a
enfrentar al doctor.
Durante meses mi madre contó a mis tías y a sus amigas las bofetadas que me dio el
médico. Les contaba la operación de anginas como si ella hubiera estado
presente y lo mucho que yo lloré sin que ellas pudieran ayudarme.
Aquella mentira se fue convirtiendo poco a poco en parte de
mi biografía.
Afortunadamente mi madre nunca pidió explicaciones al
médico, que además
al poco tiempo lo trasladaron a Zaragoza, porque era muy bueno,
decían.
-Bueno, sería, pero un bruto, porque a Joaquinito cuando le
operó de anginas le pegó un bofetón para que no llorara. Pobre crío.-Comentaba
la Manuela.
Eva dijo...
ResponderEliminarCapaz
Un beso
Eva dijo…
ResponderEliminarUmmm! Como me suena, Madrí, Madrí, Madrí. Es historia acuentada, maravillosamente contada como siempre.
Muchas gracias, un beso.
Eva