domingo, 10 de julio de 2016

La herencia de mi abuela Julia


Sacó el mosquito del estuche para que me picara donde siempre.



Aunque suene extraño es lo que hizo mi abuela Julia en su lecho de muerte, antes de recibir los santos oleos.  Hizo un gesto para que aproximara el oído a sus labios, y me dijo con el tono de voz propio de los que dejan el mundo:“todo cuanto tengo va a ser tuyo, cuida bien del mosquito, y me puso un estuche Fabergé, ricamente decorado con brillantes sobre laqueadas miniaturas en el cuenco de la mano”.




Protegí el estuche y el mosquito como guardan la garganta los tenores, y cuando me di cuenta de que mi abuela andaba bajo tierra en busca de la eternidad, comencé a deambular por la casa, antigua, de techos altos, maderas crujientes y apolilladas procurando dar sentido a mi existencia.



Ocurrió que Mr. O’Donnell, un amigo de mi abuela, al que llamaba “El californio” porque su madre lo trajo al mundo en el paritorio de Alcatraz, y con el que se había estado carteando desde los diecinueve años, me expresó sus condolencias por email y me habló al mismo tiempo de las investigaciones que realizaba en un instituto de entomología, dedicando las veinticuatro horas de sus días al estudio de los mosquitos.

Me decía en el email que mi abuela le había hablado de la peculiaridad de la herencia que me otorgaba.

Sin más dilación pasó a contarme que él investigabala naturaleza del mosquito, el desarrollo de su vida, del huevo, de la larva, la crisálida y el díptero adulto. Me decía que las hembras son hematófagas y que los machos, sin embargo, no. Que tras minuciosas observaciones a través del microscopio y en cautividad, pudo publicar en la revista Nature un artículo aseverando que los mosquitos grúa o gigantes eran bisexuales, conducta a la que se veían avocados en situaciones extremas de sequía como por ejemplo en el desierto de Mojave, y que lograban ovular entre machos porque llegaban a extremos de transexualidad unívoca.


La cantidad de información sobre el comportamiento sexual de los mosquitos contenida en el email de Mr.O’Donnell llegó a perturbarme y me puso en el brete de cuidar y vigilar con esmero al mosquito porque de algún modo me hizo creer que tenía un gran interés científico.

Aunque yo había oído hablar de homosexualidad, bisexualidad, transgénero y travestismo, todo esto eran a mi entender conceptos a los que nunca había prestado demasiada atención, así que me volqué en la Wikipedia y escarbé en los entresijos de lo que antaño llamábamos perversiones para estudiarlas en relación con el comportamiento de mi mosquito, pero poco a poco, según me adentraba en el conocimiento de las distintas practicas sexuales comencé a dudar de la ortodoxia de mi comportamiento.

Claro, yo había vivido tanto tiempo encerrado con mi abuela, solo con ella, que no hacía distingos a la hora de vestirme para deambular por la casa. ¿Seré travestí?, me pregunté; y aunque la única conducta no aplicable al mosquito era el travestismo , lo cual tiene cierta lógica, me dispuse a acudir a un buen psiquiatra.

Mr. O’Donnell me animo a visitar uno en EEUU, pero preferí un argentino instalado en Madrid pues creí necesario expresar la problemática de mi subconsciente en mi lengua madre.

El psiquiatra era freudiano y argumentaba sus análisis  en la mitología griega, con lo cual yo, no sé por qué, no lograba evacuar mis sentimientos de culpa y mi ego seguía encerrado en sus complejos,que como bien se sabe, producen temor y placer al mismo tiempo.

Después de varios meses de terapia psicoanalítica el doctor Marcussi me propuso someterme a unas sesiones de hipnosis.

En las primeras sesiones yo no pasaba de un letargo flotante obedeciendo las indicaciones del doctor; pero un día descendí a la fase REM, que según me dijo era lo más profundo de mi subconsciente, y le conté que todas las noches me levantaba después de las doce, me ponía una ropa interior de seda negra de mi abuela, es decir, una bragas y un sujetador y una faja de ballenas. Salía al balcón, recitaba una rima de Becquer y con las mismas me iba a la mesilla, abría el huevo de Fabergé donde descansaba el mosquito, lo colocaba en mi antebrazo y dejaba que me picara a placer.


Para el doctor Marcussi el resultado de la hipnosis no fue muy revelador, supo hacerme saber lo que de algún modo ya sabíamos, pero no las causas que lo motivaban.

Cuando le conté a Mr. O’Donnell, el amigo de mi abuela, los detalles de mi tratamiento hipnótico me dijo que ciertos mosquitos tienen el mismo ADN que los humanos, y que seguramente este de tanto picarme me había transmitido hormonas transexuales, quizás también bisexuales u homosexuales, eso tendría que observarlo con el paso de los años. Y que al haber vivido tanto tiempo solo con mi abuela, sin conocer hembra ni varón que me alegraran, y recibiendo miles de  picotazos del mosquito mi conducta había derivado hacia el travestismo. Ahora tienes dos opciones: la primera, seguir disfrazándote con la ropa de tu abuela por las noches y la otra,  matar al mosquito y someterte a una cura de desintoxicación guiada por expertos.


Miré al mosquito frente a frente y dejé queme picara donde siempre. 

lunes, 30 de mayo de 2016

-Bajada y subida son el mismo y único camino, -me dijo un señor de barba blanca, cuando me senté en la mesa donde él tomaba una jarra de cerveza. Compartí su mesa porque yo sé que en Inglaterra es costumbre compartirla con otras personas aunque no las conozcas, y el hombre, un lobo de mar, hablaba perfectamente el  español, pero con fuerte acento anglosajón.

Apenas me hube sentado, él se levantó y me deseó las buenas noches.

La camarera se deslizaba como un delfín entre las mesas, con la gracia de una bailarina de ballet, bandeja en mano, sonriente y servicial.

Pedí una botella de vino rosado mientras pensaba en lo de la subida y la bajada, porque el lobo de mar con su sentencia de gurú del Ganjesme había dejado mosqueado. Pero al segundo vaso ni el lobo de mar ni la sentencia formaban parte de mi existencia.
 
Yo estaba embobado con la camarera que me recordaba a Leslie Carol, una actriz con carita de gata de tiempos de “Lo que el viento se llevó”.

Pero, como estaba leyendo “El talento de Mr. Repley”, y en esta novela los personajes beben mucho vermut , pedí un Martini.

La camarera sonrió, y, a la vez que anotaba mi pedido, me dijo que para aperitivo era mejor el Pernaud. Pero me tomé un vermut blanco como Marge, la amiga de Mr. Ripley. Frío, dulce; repetí otro antes de pasar a los entremeses, y siguiendo los consejos de la doncella de Orleans (lo noté por el acento) pedí una ensalada con foie que le ayudé a bajar con un provençal demi-doux.


De repente la camarera me recordó a Isadora Ducan: una libélula entre los clientes, ligera y transparente.



La bebida en los señores de edad provecta se precipita rápida en la bajada y, si se tiene costumbre, aguanta la subida. Pero la bajada y la subida es un mismo camino: de la cabeza a la vejiga.  Hice un gesto como queriendo buscar al lobo de mar que súbitamente había vuelto a mi conciencia. Pero no estaba, así que tras dominar la punzada de la hernia discal, me levanté y me dirigí al aseo. A la salida del mingitorio intenté que no se me notara el efecto de los martinis y con cuidado volví a la mesa. Pero al acercarme vi un pájaro picoteando los restos de mi ensalada tibia. Creo que era una gaviota, aunque no estoy seguro, porque yo de  ornitología… Lo que sé es que el pájaro debía de tener diarrea, pues la mesa y la silla estaban llenas de cagadas y, aunque la Isadora Duncan me dijo que enseguida me preparaba otra mesa, yo estaba de pie, mirando a todo el mundo,  y todo el mundo me miraba sonriente, porque casi todos, dejándose llevar por los consejos de la chica habían bebido  como Mr. Repeley en  la novela, aunque no la estuvieran leyendo.


Isadora me sugirió que en lugar de estar de pie mientras se restablecía el orden perturbado por el pajarraco mejor sería que me sentara a la barra, donde me sirvieron una copa de vermut, invitación de la casa.

Como detrás de la barra había un pequeño televisor que retransmitía un partido de la Real, club del que soy aficionado, me quedé mirando hasta que la camarera me sugirió continuar con un escalope de ternera con muselinne de ajo y judías verdes.  Cuando llegó el escalope, el partido estaba en la prórroga, así que le pedí que me dejara continuar en la barra. “Pas de problèmme”, dijo. Para los postres ya el partido estaba en la tanda de penaltis y devoré 

un helado de higos con chocolate caliente acompañado con vino Málaga. El Málaga lo bebí de un solo trago, con lo que la libélula me sirvió una segunda copa. Pero , a pesar de la torpeza que estaba adquiriendo mi lengua, logré decirle que preferiría un cava. 
“No se apure”, dijo, “en vista de todas las incomodidades sufridas, la casa le invita a tomar una copita de cava”. Como ya llevaba un rato malinterpretando la realidad,  asentí. Daba tumbos desde la banqueta y tan pronto me quedaba anonadado mirando al televisor como giraba la cabeza para mirar si las gaviotas se metían con otro cliente.

En una de estas, cuando pasó la muchacha, le quise tocar en el brazo, pero le desestabilicé la bandeja y se fueron rodando, con restos de postre, los platos de los últimos comensales.

-No se apure,- me dijo -ya eran los últimos clientes, y después de usted cerraremos el comedor.

-Pues, siéntate y tomate una copa ahora, conmigo.  ¡Hala, que yo te invito!

Se desasió de mi, que inoportunamente le estaba cogiendo el vuelo de la manga, y con determinación, dijo: -Lo siento, yo nunca bebo.

Quise pensar en la palabra abstemio,  pero me resultaba imposible pronunciarla. Así que le dije que la bajada y la subida son un único y mismo camino y le dejé cincuenta euros de propina, que ella rechazó de plano, y con la dulzura de un sorbo de martinime cogió de la mano y me llevó a la puerta, donde mi interior maulló  como un gatito en celo por más de diez minutos.

lunes, 23 de mayo de 2016

FIESTA EN LA CASA ÁRBOL II



En la casa Árbol siempre había fiesta. En la casa Árbol vivían Catalina, Pelayo, su marido,  y sus ocho hijos, la chica de servicio, un  perro con pedigrí y un chucho que trajo un día Monse, la vecina.

Catalina se casó a los diecisiete años con el heredero de un importante industrial de un pueblo de Castilla, y cuando ya tenía cuatro hijos, su marido compró una casa cerca del río, una casa con jardín y sitio para toda la familia. 

Catalina estuvo entretenida en parir una tras otra, trece criaturas de las que sobrevivieron ocho. 
Christophe Gilbert

Pelayo, el señor, era un gallo con cresta y sin espolones, un playboy con camisa de falange y abrigos de cheviot. 

Catalina, entre vómito y vómito, entre dolores en el alto y bajo vientre, migrañas y sofocos encontraba tiempo para cocinar a diario para toda la familia, cuyos miembros le pedían cada cual lo que más les gustaba: Pelayo, ternera, lechazo o jijas castellanas, el mayor de los hijos solo comía huevos fritos y pollo con patatas, el segundo, Luisito, comía de todo, menos pescado azul y verdura, a la tercera no le importaba lo que fuera, pero comía tan rápido y con tanta voracidad que si salía del colegio antes de hora podía demediar el menú del día, la número cuatro, “es una melindres” decía su madre, y le encantaba bailar mientras comían; le gustaba radio Juventud de Castilla porque radiaban la “Solicitud del oyente” y pedían chachachás y canciones de Paul Anka. La madre dejaba que bailara porque a su padre se le caía la baba mirándola y lo que más quería Catalina era que todos fueran felices. El quinto y la sexta también tenían sus rarezas y los dos gemelos, aun mamaban.

Un año, Pelayo contrató la plaza de toros y tres novilleros para las fiestas del pueblo, y después de enseñarles la plaza y tantear a los novillos, los invitó a comer en casa. Catalina preparó un banquete de merluza porque pensó que para torear tendrían que tener el estómago ligero, y durante la comida, los novilleros decían tantas barbaridades y atrevimientos que Catalina pensó que eran unos inocentes en peligro de muerte. Fue a la cocina, preparó una tisana con Valium y se las ingenió para que la tomaran. A la hora de ir a la plaza los toreros y su marido estaban profundamente dormidos y se suspendió la novillada. La gente reclamó las entradas a Pelayo y casi se arruinó, por lo que tuvo que posponer la fiesta para otro día, y para dejar tranquila a su mujer, dijo que llevaría a los novilleros a rezar a la Virgen del Lago y que ella los protegería.

Shandi Skoglund

En la casa Árbol fiesta había todos los días, todos hacían lo que querían, no había disciplina, el padre les compraba libros y juguetes y los críos jugaban por los pasillos, encima de las mesas, en la bañera o colgados de las lámparas de “Capodimonte”; no importaba. 

Rob Gonsalves

El padre como era el heredero de una familia hidalga tenía compromisos, y si venía al pueblo el gobernador, el jefe provincial del movimiento o incluso el señor obispo le regalaba a su mujer un abrigo de Astrakán, un anillo con perlas y brillantes o un sombrerito de ala corta para recibir a monseñor.

Según fueron creciendo los niños,  y los gemelos soltaron la teta, la madre tenía más tiempo para ocuparse de sus cosas y, aunque seguía cocinando a la carta, se compró una  cocina de gas butano con horno, una lavadora eléctrica de importación, una televisión y una batidora para las salsas;  y antes de meter la ropa en el tambor, palpaba los bolsillos de los pantalones del marido y rebuscaba en las chaquetas porque don Pelayo viajaba mucho y notaba que a ella además de a perfume Varon Dandy y a puros canarios, le olía a chamusquina.



A la casa Árbol se le cayeron las hojas cuando Catalina encontró en el bolsillo de su marido una caja de condones franceses y tres plumas de aves del paraíso. El olor a cabaret de las camisas se le quedó pegado como una mosca en el escote. 

Ese día se acabó la fiesta en casa Árbol, y aunque el cura le decía que perdonara a su marido y lo atrajera al hogar con buenas maneras, Catalina no estaba dispuesta a pasar por la rueda del martirio y de jarras en medio de la cocina, cantó la Marsellesa, como quien canta un bolero.

Caras Ionut

viernes, 13 de mayo de 2016

      Tristán


Coge los colores 
Y pinta un balón 
Pintujo primero,
Pintujo Leon.


Te haré de regalo 
Un balón que vuele,
Un balón con alas,
Que suba y que baje ,
Y siempre meta gol.

Y dice pensando Tristán 
A su hermano mayor:
Un balón con alas
Que nadie las vea,
Que atraviese el campo.

Los goles si quieres
Como hoy es mi CUMPLE,
Con el balón que pintes
En la portería los meteré yo.

Y Pintujo grande
Coge los colores 
Y pinta un balón,
Un balón de fuego.
Y Tristán regatea
Atraviesa el campo, 
Le pega con fuerza
Y va y mete gol.

viernes, 6 de mayo de 2016


LA VUELTA AL MUNDO EN UN PLIS PLAS


El mundo es un pañuelo, y nuestra labor es detectar no solo donde están los mocos, sino que clase de mucosidad hay en ciertas partes de ese pañuelo:  bacterias, microbios o virus.

A todos nos gustan los pañuelos Hermes, de 500 euros la pieza. Pero una gran porción de la población mundial se conforma con los kleenex de los chinos. Cuando visité Agra, a la salida del Taj Majal me encontré con unas niñas muy monas que vendían pasminas a quince rupis.
Monísimas, las niñas que las vendían. Pero todos sabemos que esa hermosura no durará dos lustros porque está condenada a una escudilla  de arroz con cebolla, a curry con boniatos y a tragos de agua archicagada y a infinitas horas laborales para confeccionar calzoncillos a medio euro.

Cuando fui a China se nos decía que crecía a más de dos dígitos por año; hoy no, hoy China ha frenado su crecimiento, ni crece ni  engorda. En este aspecto son la envidia de occidente, que se pasa las horas a dieta y no le cunde. Mas veamos, por qué no crece China, pues sencillo porque  China es la fábrica del mundo. Todo lo que se compra está hecho en china. Los españoles hacíamos zapatos en Elda,  los italianos, camisas de seda, los suizos, relojes, los franceses, sujetadores, los argentinos, cinturones de cuero. Todos hacíamos algo que hoy se hace en China. Menos los alemanes, que fabrican Mercedes.

La política de contención de gasto a la europea tiene una razón lógica: si el problema de nuestro desarrollo es la deuda gastemos menos. Pero gastar menos supone pagar salarios menores, salarios con los que no podemos comprar apenas ni lo que necesitamos. ¿De qué sirve producir mucho si no lo puede comprar nadie?

Si la fábrica del mundo es China, China no vende lo que produce porque Europa no lo puede comprar, ergo produzcamos menos, y por lo tanto compremos menos petróleo, menos materias primas. Si no hay demanda de petróleo, baja de precio. Y para colmo dicen que los americanos con una técnica llamada Fracking, que tiene algo de fucking, mediante ácidos abrasivos e ingentes  cantidades de agua dejan los campos como un urinario en carnavales. Pero hay mas, los países sudamericanos venden sus materias primas a China, para crecer, porque ya saben ustedes, capitalismos es producir, crecer, vender, beneficiarse. Si falla una pata de esta estructura, se escacha la burra. Brasil, Argentina, Venezuela además de ser unos pedorros gobernando, se han quedado sin clientes, sí. Porque Arabia Saudí rasca el suelo y saca petróleo, y Venezuela necesita vender a 60$ el barril. Se comprende, ¿no?

 Arabia tiene más  intríngulis: Este país de los desiertos tiene un antiguo tratado con EEUU por el cual EEUU le vigila, le cuida, le protege y a cambio los wahhabitas proveen de petróleo al mundo para que no pare la rueda, y el petróleo se vende desde la firma de aquel tratado en dólares. Uno diría, que bien, no pasa nada... pues sí que pasa, porque la dinastía saudí está en el poder gracias a la religión sunita rama wahhabi. Porque los países musulmanes son todos teocráticos, es decir, Alá los gobierna a través de la interpretación que el Califa hace de la Suna coránica. Y los sauditas expanden su religión por el mundo como lo hacen los misioneros cristianos, pero por la fuerza, es decir, a tiro limpio y con la autoinmolación de chicos casaderos que tienen tantas ganas de sexo que se van al Paraíso a follar con las huríes. Islam o degüello. Los atentados de Charlie Hebdo no deben ser achacados a la manos exclusivas de radicales yihadistas, los atentados nos enseñan una realidad muy distinta. Lo que está ocurriendo  no es una guerra de religión, sino que son las huellas de un profundo juego geopolítico que está en manos de potencias occidentales y de los amos del mundo. A día de hoy EEUU, sus socios de la OTAN, sus socios regionales, como Israel, Arabia Saudí, Qatar, están armando, financiando, protegiendo, formando y apoyando a los extremistas islámicos. Su objetivo: un cambio de orden en Medio Oriente. Fruto de toda esta estrategia, la tensión con las naciones islámicas irá en aumento y la crisis internacional crecerá en un futuro próximo porque lo que lo que estamos viendo en el presente no es una simple guerra de religión, sino la huella de un  cambio geopolítico de profundo y largo alcance.

Esto dice Daniel Estulin, en su ensayo: “Fuera de control” que según el Wall Street Journal, es uno de los pocos estudiosos que ha  entendido las razones reales de la crisis mundial.

Los americanos, el Club de Roma y otros clubs cuyos nombres no detallo para no aburrir a mis colegas,  pensaron que lo mejor para acaparar riqueza y poder era el famoso divide y vencerás,  trocear los países, hacerlos pequeños. Y se inventaron las primaveras árabes, que a los hombres de la calle,  occidentales, nos parece bien porque como hemos pasado  en el siglo XVIII por la Ilustración, y en el XIX por la independencia americana y la revolución francesa pensamos que la lógica y la razón ilusiona a los pueblos a alcanzar su bien estar; pero no, la primavera árabe florecería muy bien el  Cairo, en Túnez, y en alguna otra ciudad de más de un millón o dos de habitantes, donde los marines americanos tengan cabarets. Pero en las grandes zonas rurales, los Hermanos Musulmanes son más queridos que los pasos de la semana santa en Sevilla, y otros grupos religiosos en otros lugares. Total que la primavera árabe se quedó como la Pantoja, en la cárcel.

Como si fuera una red de vasos linfáticos las cédulas yihadistas se extienden por África desestabilizando el continente. Quid prodest, a quien aprovecha. O de dónde saca para tanto como destaca. Son preguntas pertinentes.

Europa, como una madre con dos grandes tetas llenas de leche, no quiere dar de mamar a tanto moro porque tiene miedo a que le muerdan el pezón. Ella tiene buenas intenciones, sabe que la moreria tiene recursos, y no quiere soltarlos, pero entre lo de las madrasas saudies y la primavera árabe, se ha quedado vestida y sin novio. Son las contradicciones de las que habló el marxismo.Y cuando ve a todos los vecinos llegando a su puerta, no se acuerda de cuando tenía la roña pegada a las nalgas y las piernas, no, ella solo se acuerda de haber sido la diosa del mundo.

A mí me gustaría que EEUU fuera como cuando veíamos el film “Días de vino y rosas”, pero eso era demasiado lindo. Gracias al dólar son ellos los líderes de las “High technologies” y eso les salva, más a sus grandes corporaciones que a toda su población (dije toda). Pueden plantarle cara al Rambo Putin, que se defiende como gato panza arriba en Siria y en Ukrania. Y en este totum revolutum en que se ha convertido el mundo, un día vemos a Aznar recibiendo dos sonoros besos de Gadafi, otro día yo voy al Egipto de Hosny Mubarak como si nada, a los palestinos les tienen cogidos por allá los judíos, hezbolá recibe un pepinazo de los yihadistas del ISIS, a la Rita Barberá le sale pelo en la barba y doña diferido cada día se parece más a Aldonza Lorenzo.

En nuestro país culpamos a los políticos porque no se ponen de acuerdo, pero ¿nos revelamos por ser comparsas en la geopolítica, en el mundo financiero, en la deslocalización de las empresas, en la competitividad a la baja?

Cuando teníamos 70% de deuda del PIB era imposible de aguantar tanta deuda, pero hoy tenemos 99% de deuda, y el señor Draghi dice que nos va a dar más dinero para ver si de una vez los bancos
empiezan a bailar tangos. Pero el único tango que saben bailar es aquel de siglo XX cambalache problemático y febril/ el que no llora no mama/ y el que no roba es un gil.

En definitiva que yo sueño por las noches que la Ángela Merkel y el director del Deutsche Bank se pierden por los barrancos de la Gomera, pero cuando me despierto me doy cuenta de que Schauble nos dice: no Podemos. Y eso si que es cal viva,  don Pablo.

Esto parece cada vez más un neofeudalismo. 
Adrian McDonald‏

jueves, 21 de abril de 2016

Frente al Bosforo


Cuando he perseguido lo imposible lo he hecho desde la perspectiva de que era imposible y por lo tanto si no lo conseguía no tenía que frustrarme.

Mi suegro se pasó toda la vida haciendo quinielas, jugando a la loto, la primitiva, los ciegos, el gordo. Cuando descansábamos después de almorzar me mostraba el último boleto y me contaba lo que haría si le tocaba: nos hacía a todos ricos, porque como él decía, ya que sueño voy a soñar a lo grande.
Cuando hago gimnasia, abdominales mi mujer me dice que me voy a poner como Marlon Brando en un “Tranvía llamado deseo”. Qué más quisieras, respondo.

Le dije a Lola que me gustaría ir Estambul, ella frunció el ceño, que es un gesto muy de novela gótica y me dijo que ella prefería  un crucero. A mí los cruceros  me parecen como una comunidad de vecinos en un hotel de cuatro estrellas. Vas a tomar café y te encuentras con la de la calle del Pilar, en la piscina con el notario de Icod y  en el mingitorio con el dueño del restaurante “Los toletes”.
Pero como a Lola le gusta mucho trabar la hebra con el primero que pilla, le divierte conocer  gente
aunque sea tumbada en la cubierta.

Pero esta vez gané yo, creo que porque ella acababa de leer  “La pasión turca”. Volamos a Madrid y aunque era Semana Santa, una plaga de golondrinos tenía a los pilotos en cuarentena. Tuvimos que quedarnos en casa de mi cuñada y comprar bragas y calzoncillos porque la maleta la facturamos a destino.

Cuando llegamos a Estambul, el aeropuerto de Atatürk, era como un  hangar enorme  con paredes encaladas y fotos del padre de la patria entre las señales desorientadas,  esperando las maletas Lola tuvo tiempo de contarme el último capítulo de la fotonovela,   carros de ruedas sin ruedas, el aduanero era el policía de “Expreso de medianoche” y recé para que supiera distinguir los polvos talco de la cocaína.

Cambié unos euros por liras turcas y me dieron un montón de billetes con huellas y arrugas de soldados de Galiopolis, lo más parecido a hojas de acelga muertas.

Por fin salimos, llovía, los coches daban vueltas a una plaza y conseguían mezclarse con la gente sin atropellar a nadie, pero todo era un atropello. Me acerqué a un taxista y con un gesto del bigote me señaló a lo que  podía ser una cola o una reunión de mercaderes.
El interior del taxi olía a coliflor y lustre de gasóleo. El chofer nos brindó una sonrisa huevo duro debajo del bigote y en un turco perfecto dijo Hilton, Hilton.

Teníamos una reserva   en el Hotel Hilton Konrad. Entre la llovizna de la noche recién estrenada por calles interminables llegamos ante una marquesina inmensa de cristales  y acero frío.
La recepcionista me acarició con el brillo más educado de su sonrisa y enseguida dio orden a un botones, que  como su  nombre indica llevaba el peto de la guerrera plagado botones dorados y en la cabeza un fez color granate, para que nos acompañara a la habitación.

Las maletas siguieron otro camino. Pero nada nos preocupaba, estábamos atravesando un hall circular de donde arrancaba la gran escalinata. El mármol de los suelos cubierto con tapices de seda, las arañas de Bohemia y los pasamanos se retorcían buscando la cúpula por encima de las innumerables plantas.

Ibrahim tenía su nombre en una etiqueta bordada en la solapa, nos abrió la puerta con un giro sobre su eje corporal parecido a los que daba el sultán de Serezade y  dejó la mano de tal manera que yo saqué un billete de cien liras para mi pringosas y para él, primorosas y se las di de propina.

El botones nos mostró la habitación, una suite de dos salones, una gran cama con notas de lujuria bordadas a lo largo del embozo de la sábana y dos Godivas  cremosos esperando nuestro encuentro.

Cuando se marchó el sultán, Lola y yo no sabíamos donde sentarnos, qué hacer, a quien llamar, donde contarlo. Nos miramos intentando comprender lo incomprensible. Le dije a Lola que seguramente éramos los clientes un millón y nos habían dado una sorpresa.

Como no habíamos cenado hurgamos en el menú que descansaba sobre una mesa camilla  para pedir un refrigerio, pero como si leyeran nuestro pensamiento golpearon en la puerta y apareció otro Ibrahim con chilaba blanca, babuchas rojas  y una bandeja en un carrito,: canapés, un cesto de frutas y un pequeño jarroncito de flores diminutas  como las gotas de lluvia que caían del cielo sobre la terraza  iluminada que veíamos a través de los vitrales minimalistas.

El nuevo Ibrahim giró sobre sí mismo igual que lo hiciera el anterior y le planté en su guante blanco veinte liras tan asquerosas como las diez de su colega.

Ante tanto servicio, tanto lujo y tanta lujuria no  podíamos dormir, y como no podíamos dormir soñábamos. Yo soy un jenífaro y tu Lola una cristiana de  la torre Galata, le dije debajo de las sábanas de seda.

A la mañana, llamarón a la puerta y al abrirla vi a un joven uniformado con unos pantalones afganos con unos  platos cubiertos por campanas de plata en un carrito. Nos pidió permiso para correr las cortinas y en un inglés como de zoco refinado  nos invitó a salir a la terraza. Alá nos regalaba una mañana radiante y fresca. El Bósforo parecía ante nosotros surcado por embarcaciones en tránsito al Azov o al Mediterráneo.

Los zumos de fruta, los dátiles, las avellanas, las tortitas de miel y de pistacho, el café con los posos en el fondo leyéndonos futuros y el yogur de la Anatolia.

Visitamos  Topkapi y a la mezquita Azul, tal vez también a Santa Sofia y el palacio de la princesa muerta. No recuerdo el orden.

Almorzamos en un restaurante alejado del centro, zona de pescadores de perlas a la caza de turistas.

Volvimos al hotel y  la recepcionista y el mismo brillo nocturno de sus ojos me dijo que por error nos habían alojado  a la llegada una suite para very important people.  Ahora Ibrahim nos llevaría a la  habitación que nos correspondía, pero que no  nos preocupamos, que no teníamos que pagar nada los extras.

Como lo imposible había tenido lugar, reservamos una mesa en el restaurante francés para gastarnos las perras, como dicen en Canarias, con nuestras mejores galas. Una refrescante crema con sabor  a menta y “hamsi” un pescado de carne dura de las frías aguas del Mar Negro. Ah, y champán. La cena se compuso de exquisitas mariconadas y amenizada por tres violinistas. Un muchacho uniformado se acercó y nos preguntó si queríamos escuchar alguna pieza dedicada. Spanish eyes (Los ojos de la española) le dije en inglés y champán al mismo tiempo. 

sábado, 9 de abril de 2016

Cuando compró la casa, Sinda, le pidió al constructor una cocina grande como dos dormitorios. En un rincón puso un altar con la virgen de Candelaria. Sus amigos le regalaban velas de cera inmaculada y flores cuando les invitaba a un tenderete, y por su cumpleaños santitos y ángeles custodios. Cuando cumplió los sesenta tenía tantos santos y tantas velas qué organizó una rifa, y vendió trescientos números quitando todos los “treces” porque el trece es mal agüero. Con el dinero que obtuvo una vidente del barrio del Toscal le hizo un sahumerio.

El piso lo atravesaba un pasillo largo como un rosario y sus misterios, y como Sinda pintaba cuadros dos veces por semana, llenó todas las paredes de sus propios cuadros, tantos que algunas noches oía desde la cama como discutían por un trozo de pared. Ella nunca supo si estas discusiones eran reales o producto de sus sueños, pero lo cierto es que todos los primeros viernes de mes encontraba el “Beso” de Klimt detrás del sillón de cuero.

A Sinda le gustaba pasar la fiesta de San Valentín con los viajes del Inserso, por eso dos días antes iba a la peluquería. Llevaba siempre una especie de melena como una cortinilla de pelo rubio cubriéndole su cara en forma de corazón. Toda ella tenía forma de corazón porque los corazones bailan boleros, amorosos y pasodobles o lo que fuera, porque para ella bailar era un lugar de encuentro.

Frente al espejo se ciñó los pantalones color fucsia y el suéter blanco de lana inglesa un poco más ancho para que le cubriera las caderas y un chaquetón a juego. Apagó la vela de su virgen preferida. No le gustaba hablar de preferencias porque todas las vírgenes son la Virgen María, aunque ella decía  que la virgen llora pero no se enfada.
Cerró la puerta y mientras esperaba al ascensor se dio cuenta de que no llevaba los zarcillos puestos, ni el colgante. Volvió a entrar, llegó hasta el joyero de conchas de nácar que compró en una tienda de suvenires en Lisboa y se engalanó con cadenitas de oro como la patrona de la fiesta,  y a toda prisa bajó a hacerse la manicura donde Neli, a la que apodan la Negra.
No quería ir al viaje del Inserso con las uñas “esconchadas”. La Negra  no había llegado al trabajo; en su lugar había un hombre, con una camisa, medio abierta y blanca, ancho de espaldas, calvo y mirada azul con chispas de deseo.
“Atractivo, es atractivo”, pensó Sinda… Se acordó de su ex que durante mucho años le quitó el sueño, y junto al sueño se quedó con lo mejor de su juventud y su respeto.
 -¿No está Neli? -preguntó.
No, tuvo que llevar al enano a Hospiten. Hoy no vendrá. Soy su padre, para servirla.
Sinda se miró las uñas contrariada, pero el calvo de ojos azules le dijo que él se las haría.
-Pero es que yo las quiero esculpidas.
El hombre le clavó los ojos azules en el pecho y sacó un libro para mostrarle a Sinda los treinta diseños con los que había ganado otros tantos trofeos en concursos de manicura.
-Yo le enseñé el oficio a mi hija, a fijar el cemento y el gel, la técnica de la calcomanía francesa, todo, yo le enseñé todo. Confíe en mi señora.
Cuando el padre de Neli le tomó los dedos para imprimirle las filigranas elegidas, se le tensó la sonrisa y apretó los labios y se le crisparon los ojos de cristal de Murano.
El hombre le espetó:
-Usted de joven tuvo que ser una belleza.
Azorada, Sinda intervino: -no se ría usted, ya sé que estoy gorda, y...
-Un poco entrada en carnes, no lo niego -le dijo -pero elige usted muy bien los perfumes. Seguro que usted cocina bien y en abundancia.
-Abundante , si, pero mi amor no es de calderos ni de salsas. De entrada, soy una mujer de negocios, me gano la vida por mí sola, todos los días hago las cuentas, y me gusta escribir y uso internet , aunque no lo parezca;  también pinto. No sé si bien; a mi me gusta.
-¿Escribe usted cuentos?  las mujeres son dadas a los cuentos ¿no es cierto?
-No lo dirá usted con segundas. Yo cuentos, no. Lo mío son mis propias memorias.
-¿Le pongo los ribetes de las uñas en color lila?
-No, lila, no, que me da mala suerte. –Sinda se acordó de que su abuela le dijo que su ruina sería de color morado. Y su tía, la centenaria, le predijo un futuro de Viernes Santo.
- Si un día voy a La Habana visitaré a una santera. Lila, no –remató. Le parecerá una tontería, pero yo creo en esas cosas. Gracias a los rezos respiro, porque a mi Dios me lo da todo.
De reojo vio que el hombre se reía.
-Pero para mi la familia es lo primero. Mi hijo, que tiene unos ojos como usted.... – vaciló -yo tengo la casa abierta para todos mis amigos y mis hijos, claro…
-A mi la vida familiar también me gusta, -le interrumpió él con un pincel de uñas entre el índice y el pulgar derechos -aunque estoy solo y de vez en cuando tengo que darme un garbeo. Lo que me gusta son los tenderetes caseros y patear los montes.

Sinda se río, y como no podía mover las manos porque tenía la uñas con pintura fresca y extendidas sobre una mesa pequeña le dijo:

-Qué casualidad, a mi también. Ver correr los barrancos, los pinos… es que yo soy un poco cabra; silvestre quiero decir.

El padre de la Negra le tomó la mano derecha, la elevó como hacen algunos señores cuando las besan y mirándole a los ojos la roció con una voz grave y cercana:

-Mi hijaNeli, no me había hablado de sus clientas...
Indecisa, retiró la mano. Y solo acertó a decir:

-Gracias, gracias…

Cuando al cabo de un rato el padre de Neli le ayudó a ponerse el chaquetón, sintió un toque de óxido de hierro y acertó a decirle:

-Trátame de tú. Sinda, me llamo Sinda.