martes, 1 de marzo de 2016

Yumbina en la sobremesa.


*La yumbina en dosis pequeñas es un estimulante del deseo sexual.

Mi madre y mi suegro enviudaron los dos en fecha y lugar distintos, pero cuando se quedaron solos pasaban el invierno en Tenerife, en nuestra casa, por amor y para olvidar el frío.

Mi madre devino una anciana blanca, con cartílagos en vez de huesos, inocente y un poco descreída, el pelo siempre arreglado y para el cutis, un plan de crema Pons en 7 días.

Mi suegro era sagaz e inteligente, presumido, pinturero, apagaba con espasmos de humor y golpes de colonia los dolores que le causaba la nostalgia de tiempos remotos, cuando nadaba en dinero.

Lola y yo , cuando estábamos solos, sacábamos punta a sus comentarios, nos reíamos de sus sorderas o de sus incontinencias.

Un día Lola me dijo que mi madre le había confesado que la gran depresión de mi padre, la crisis existencial de macho familiar que le llevó al otro mundo en alas de un infarto fue cuando la naturaleza le hurtó el don de la potencia sexual.

Que mi madre hiciera esa confidencia a mi esposa, me alegró y me sorprendió. 

Lo primero porque indicaba el caudal de confianza que ella depositaba en su nuera; lo segundo, porque conociendo el carácter retraído y prudente de mi madre me resultaba sorprendente.

Por otro lado mi suegro, aunque por carácter, tinta de calamar frente al agua de manantial que era mi madre, también me contaba sus secretos, horteras y casi siempre machistas.

-Oye, me han dicho que aquí en Canarias podéis conseguir pastillas para… tú ya sabes…para…–trataba de explicarse mientras que con el brazo hacía un gesto como si estuviera activado por un resorte. 

En fin, que a mi suegro al igual que a mi padre no se le ponía tiesa.

Yo tenía una ligera idea de aquellas pastillas, pero era joven y nada me forzaba a pensar en ellas. Pero, por otro lado quería dar la impresión de estar de vuelta de todos estos asuntos y le dije que no se preocupara que yo lo miraría.

-Yumbina, se llama Yumbina. Seguro que por aquí se usa. En Madrid todo el mundo sabe que aquí en Canarias se encuentran. Y además, si consigues muchas, las vendemos y hacemos negocio.

Desde entonces, cada vez que nos sentábamos para almorzar, yo miraba a mi madre y a mi suegro y no podía dejar de pensar en sus confesiones y secretos.

-¿Qué? –me preguntaba Manolo, es decir, mi suegro -¿no las encuentras?
-No, aun nada.

Mi madre me miraba y por lo bajines me preguntaba si el abuelo necesitaba algo. Pero como estaba sorda mi suegro la oía y le decía:

-Nada, unas pastillas para el mareo… ja,ja,ja… estas en la inopia, Felisi. -Y volvía a echar una carcajada.
-¿Qué dice? ¿Manolo, qué dices?
-Nada , mamá, que sigas comiendo.

Un día, por fin, conseguí las pastillas. Nos sentamos como todas las tardes después de almorzar en el tresillo para ver la serie “Cristal” en la televisión y le di una cajita a mi suegro, que se la metió en el bolsillo.

Mi madre trajo el café como todos los días y una copa de coñac para él. Al cabo del rato estaban los dos adormilados. Me di cuenta de que la cajita de Yumbina se le había salido del bolsillo y la recogí del suelo dejándola cerca de la taza de café ya vacía. Mi madre se despertó en un momento sin que yo me diera cuenta, pensando que las pastillas de Manolo, eran las suyas para la tensión, se tomó una.

Lo supe cuando Manolo despertó y me preguntó, por qué le había dado la caja abierta, y mi madre confesó su error.

Manolo se desternillaba de risa y yo no sabía qué hacer.

Le dije que las pastillas eran para el mareo, le pedí que se acostara, y que si se encontraba mal me lo dijera para que llamáramos al médico.

No ocurrió nada. Se quedó en la cama hasta que a las seis cuando llegó Lola yo le conté lo ocurrido y esta entró en la habitación a preguntarle qué tal estaba.

-Bien, – le dijo – pero he tenido unos sueños muy raros. Soñé que unas bragas de encajes muy bonitas que tuve cuando era soltera, estaban tendidas en el patio junto a unos calcetines de tu padre, altos, de esos ejecutivo. De repente estalló una tormenta y entre el viento y la lluvia se enredaban los calcetines con mis bragas y yo lloraba, pero no me atrevía a salir al patio; mientras, Manolo, sentado en la cocina, se tronchaba de risa y se le caía la dentadura postiza.


P.D. Esta historia está inspirada en la vida real, pero no es verdadera.
Jason Bard Yarmosky

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