Frente
al Bosforo
Cuando he perseguido lo imposible lo he hecho
desde la perspectiva de que era imposible y por lo tanto si no lo conseguía no
tenía que frustrarme.
Mi suegro se pasó toda la vida haciendo
quinielas, jugando a la loto, la primitiva, los ciegos, el gordo. Cuando
descansábamos después de almorzar me mostraba el último boleto y me contaba lo
que haría si le tocaba: nos hacía a todos ricos, porque como él decía, ya que
sueño voy a soñar a lo grande.
Cuando hago gimnasia, abdominales mi mujer me
dice que me voy a poner como Marlon Brando en un “Tranvía llamado deseo”. Qué
más quisieras, respondo.
Le dije a Lola que me gustaría ir Estambul,
ella frunció el ceño, que es un gesto muy de novela gótica y me dijo que ella
prefería un crucero. A mí los
cruceros me parecen como una comunidad
de vecinos en un hotel de cuatro estrellas. Vas a tomar café y te encuentras
con la de la calle del Pilar, en la piscina con el notario de Icod y en el mingitorio con el dueño del restaurante
“Los toletes”.
Pero como a Lola le gusta mucho trabar la
hebra con el primero que pilla, le divierte conocer gente
aunque sea tumbada en la cubierta.
Pero esta vez gané yo, creo que porque ella
acababa de leer “La pasión turca”.
Volamos a Madrid y aunque era Semana Santa, una plaga de golondrinos tenía a
los pilotos en cuarentena. Tuvimos que quedarnos en casa de mi cuñada y comprar
bragas y calzoncillos porque la maleta la facturamos a destino.
Cuando llegamos a Estambul, el aeropuerto de
Atatürk, era como un hangar enorme con paredes encaladas y fotos del padre de la
patria entre las señales desorientadas,
esperando las maletas Lola tuvo tiempo de contarme el último capítulo de
la fotonovela, carros de ruedas sin
ruedas, el aduanero era el policía de “Expreso de medianoche” y recé para que
supiera distinguir los polvos talco de la cocaína.
Cambié unos euros por liras turcas y me
dieron un montón de billetes con huellas y arrugas de soldados de Galiopolis,
lo más parecido a hojas de acelga muertas.
Por fin salimos, llovía, los coches daban
vueltas a una plaza y conseguían mezclarse con la gente sin atropellar a nadie,
pero todo era un atropello. Me acerqué a un taxista y con un gesto del bigote
me señaló a lo que podía ser una cola o
una reunión de mercaderes.
El interior del taxi olía a coliflor y lustre
de gasóleo. El chofer nos brindó una sonrisa huevo duro debajo del bigote y en
un turco perfecto dijo Hilton, Hilton.
Teníamos una reserva en el Hotel Hilton Konrad. Entre la llovizna
de la noche recién estrenada por calles interminables llegamos ante una
marquesina inmensa de cristales y acero
frío.
La recepcionista me acarició con el brillo
más educado de su sonrisa y enseguida dio orden a un botones, que como su
nombre indica llevaba el peto de la guerrera plagado botones dorados y
en la cabeza un fez color granate, para que nos acompañara a la habitación.
Las maletas siguieron otro camino. Pero nada
nos preocupaba, estábamos atravesando un hall circular de donde arrancaba la
gran escalinata. El mármol de los suelos cubierto con tapices de seda, las
arañas de Bohemia y los pasamanos se retorcían buscando la cúpula por encima de
las innumerables plantas.
Ibrahim tenía su nombre en una etiqueta
bordada en la solapa, nos abrió la puerta con un giro sobre su eje corporal
parecido a los que daba el sultán de Serezade y
dejó la mano de tal manera que yo saqué un billete de cien liras para mi
pringosas y para él, primorosas y se las di de propina.
El botones nos mostró la habitación, una
suite de dos salones, una gran cama con notas de lujuria bordadas a lo largo
del embozo de la sábana y dos Godivas
cremosos esperando nuestro encuentro.
Cuando se marchó el sultán, Lola y yo no
sabíamos donde sentarnos, qué hacer, a quien llamar, donde contarlo. Nos
miramos intentando comprender lo incomprensible. Le dije a Lola que seguramente
éramos los clientes un millón y nos habían dado una sorpresa.
Como no habíamos cenado hurgamos en el menú
que descansaba sobre una mesa camilla
para pedir un refrigerio, pero como si leyeran nuestro pensamiento
golpearon en la puerta y apareció otro Ibrahim con chilaba blanca, babuchas
rojas y una bandeja en un carrito,:
canapés, un cesto de frutas y un pequeño jarroncito de flores diminutas como las gotas de lluvia que caían del cielo
sobre la terraza iluminada que veíamos a
través de los vitrales minimalistas.
El nuevo Ibrahim giró sobre sí mismo igual
que lo hiciera el anterior y le planté en su guante blanco veinte liras tan
asquerosas como las diez de su colega.
Ante tanto servicio, tanto lujo y tanta
lujuria no podíamos dormir, y como no
podíamos dormir soñábamos. Yo soy un jenífaro y tu Lola una cristiana de la torre Galata, le dije debajo de las sábanas
de seda.
A la mañana, llamarón a la puerta y al
abrirla vi a un joven uniformado con unos pantalones afganos con unos platos cubiertos por campanas de plata en un
carrito. Nos pidió permiso para correr las cortinas y en un inglés como de zoco
refinado nos invitó a salir a la
terraza. Alá nos regalaba una mañana radiante y fresca. El Bósforo parecía ante
nosotros surcado por embarcaciones en tránsito al Azov o al Mediterráneo.
Los zumos de fruta, los dátiles, las
avellanas, las tortitas de miel y de pistacho, el café con los posos en el
fondo leyéndonos futuros y el yogur de la Anatolia.
Visitamos
Topkapi y a la mezquita Azul, tal vez también a Santa Sofia y el palacio
de la princesa muerta. No recuerdo el orden.
Almorzamos en un restaurante alejado del
centro, zona de pescadores de perlas a la caza de turistas.
Volvimos al hotel y la recepcionista y el mismo brillo nocturno
de sus ojos me dijo que por error nos habían alojado a la llegada una suite para very important
people. Ahora Ibrahim nos llevaría a
la habitación que nos correspondía, pero
que no nos preocupamos, que no teníamos
que pagar nada los extras.
Como
lo imposible había tenido lugar, reservamos una mesa en el restaurante francés
para gastarnos las perras, como dicen en Canarias, con nuestras mejores galas.
Una refrescante crema con sabor a menta
y “hamsi” un pescado de carne dura de las frías aguas del Mar Negro. Ah, y
champán. La cena se compuso de exquisitas mariconadas y amenizada por tres
violinistas. Un muchacho uniformado se acercó y nos preguntó si queríamos
escuchar alguna pieza dedicada. Spanish eyes (Los ojos de la española) le dije
en inglés y champán al mismo tiempo.
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