jueves, 21 de abril de 2016

Frente al Bosforo


Cuando he perseguido lo imposible lo he hecho desde la perspectiva de que era imposible y por lo tanto si no lo conseguía no tenía que frustrarme.

Mi suegro se pasó toda la vida haciendo quinielas, jugando a la loto, la primitiva, los ciegos, el gordo. Cuando descansábamos después de almorzar me mostraba el último boleto y me contaba lo que haría si le tocaba: nos hacía a todos ricos, porque como él decía, ya que sueño voy a soñar a lo grande.
Cuando hago gimnasia, abdominales mi mujer me dice que me voy a poner como Marlon Brando en un “Tranvía llamado deseo”. Qué más quisieras, respondo.

Le dije a Lola que me gustaría ir Estambul, ella frunció el ceño, que es un gesto muy de novela gótica y me dijo que ella prefería  un crucero. A mí los cruceros  me parecen como una comunidad de vecinos en un hotel de cuatro estrellas. Vas a tomar café y te encuentras con la de la calle del Pilar, en la piscina con el notario de Icod y  en el mingitorio con el dueño del restaurante “Los toletes”.
Pero como a Lola le gusta mucho trabar la hebra con el primero que pilla, le divierte conocer  gente
aunque sea tumbada en la cubierta.

Pero esta vez gané yo, creo que porque ella acababa de leer  “La pasión turca”. Volamos a Madrid y aunque era Semana Santa, una plaga de golondrinos tenía a los pilotos en cuarentena. Tuvimos que quedarnos en casa de mi cuñada y comprar bragas y calzoncillos porque la maleta la facturamos a destino.

Cuando llegamos a Estambul, el aeropuerto de Atatürk, era como un  hangar enorme  con paredes encaladas y fotos del padre de la patria entre las señales desorientadas,  esperando las maletas Lola tuvo tiempo de contarme el último capítulo de la fotonovela,   carros de ruedas sin ruedas, el aduanero era el policía de “Expreso de medianoche” y recé para que supiera distinguir los polvos talco de la cocaína.

Cambié unos euros por liras turcas y me dieron un montón de billetes con huellas y arrugas de soldados de Galiopolis, lo más parecido a hojas de acelga muertas.

Por fin salimos, llovía, los coches daban vueltas a una plaza y conseguían mezclarse con la gente sin atropellar a nadie, pero todo era un atropello. Me acerqué a un taxista y con un gesto del bigote me señaló a lo que  podía ser una cola o una reunión de mercaderes.
El interior del taxi olía a coliflor y lustre de gasóleo. El chofer nos brindó una sonrisa huevo duro debajo del bigote y en un turco perfecto dijo Hilton, Hilton.

Teníamos una reserva   en el Hotel Hilton Konrad. Entre la llovizna de la noche recién estrenada por calles interminables llegamos ante una marquesina inmensa de cristales  y acero frío.
La recepcionista me acarició con el brillo más educado de su sonrisa y enseguida dio orden a un botones, que  como su  nombre indica llevaba el peto de la guerrera plagado botones dorados y en la cabeza un fez color granate, para que nos acompañara a la habitación.

Las maletas siguieron otro camino. Pero nada nos preocupaba, estábamos atravesando un hall circular de donde arrancaba la gran escalinata. El mármol de los suelos cubierto con tapices de seda, las arañas de Bohemia y los pasamanos se retorcían buscando la cúpula por encima de las innumerables plantas.

Ibrahim tenía su nombre en una etiqueta bordada en la solapa, nos abrió la puerta con un giro sobre su eje corporal parecido a los que daba el sultán de Serezade y  dejó la mano de tal manera que yo saqué un billete de cien liras para mi pringosas y para él, primorosas y se las di de propina.

El botones nos mostró la habitación, una suite de dos salones, una gran cama con notas de lujuria bordadas a lo largo del embozo de la sábana y dos Godivas  cremosos esperando nuestro encuentro.

Cuando se marchó el sultán, Lola y yo no sabíamos donde sentarnos, qué hacer, a quien llamar, donde contarlo. Nos miramos intentando comprender lo incomprensible. Le dije a Lola que seguramente éramos los clientes un millón y nos habían dado una sorpresa.

Como no habíamos cenado hurgamos en el menú que descansaba sobre una mesa camilla  para pedir un refrigerio, pero como si leyeran nuestro pensamiento golpearon en la puerta y apareció otro Ibrahim con chilaba blanca, babuchas rojas  y una bandeja en un carrito,: canapés, un cesto de frutas y un pequeño jarroncito de flores diminutas  como las gotas de lluvia que caían del cielo sobre la terraza  iluminada que veíamos a través de los vitrales minimalistas.

El nuevo Ibrahim giró sobre sí mismo igual que lo hiciera el anterior y le planté en su guante blanco veinte liras tan asquerosas como las diez de su colega.

Ante tanto servicio, tanto lujo y tanta lujuria no  podíamos dormir, y como no podíamos dormir soñábamos. Yo soy un jenífaro y tu Lola una cristiana de  la torre Galata, le dije debajo de las sábanas de seda.

A la mañana, llamarón a la puerta y al abrirla vi a un joven uniformado con unos pantalones afganos con unos  platos cubiertos por campanas de plata en un carrito. Nos pidió permiso para correr las cortinas y en un inglés como de zoco refinado  nos invitó a salir a la terraza. Alá nos regalaba una mañana radiante y fresca. El Bósforo parecía ante nosotros surcado por embarcaciones en tránsito al Azov o al Mediterráneo.

Los zumos de fruta, los dátiles, las avellanas, las tortitas de miel y de pistacho, el café con los posos en el fondo leyéndonos futuros y el yogur de la Anatolia.

Visitamos  Topkapi y a la mezquita Azul, tal vez también a Santa Sofia y el palacio de la princesa muerta. No recuerdo el orden.

Almorzamos en un restaurante alejado del centro, zona de pescadores de perlas a la caza de turistas.

Volvimos al hotel y  la recepcionista y el mismo brillo nocturno de sus ojos me dijo que por error nos habían alojado  a la llegada una suite para very important people.  Ahora Ibrahim nos llevaría a la  habitación que nos correspondía, pero que no  nos preocupamos, que no teníamos que pagar nada los extras.

Como lo imposible había tenido lugar, reservamos una mesa en el restaurante francés para gastarnos las perras, como dicen en Canarias, con nuestras mejores galas. Una refrescante crema con sabor  a menta y “hamsi” un pescado de carne dura de las frías aguas del Mar Negro. Ah, y champán. La cena se compuso de exquisitas mariconadas y amenizada por tres violinistas. Un muchacho uniformado se acercó y nos preguntó si queríamos escuchar alguna pieza dedicada. Spanish eyes (Los ojos de la española) le dije en inglés y champán al mismo tiempo. 

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