Tengo una colección de caracolas y conchas que Lola ha ido
trayendo de sus viajes.
Esta la compramos en Sudáfrica, en un puerto donde paramos
para avistar ballenas. En su interior dibujos de pavo real, parches de Anglada
Camarasa, brillo y textura de arcoíris. Me pierdo en el infinito de sus
espirales, en la materia prima de la inocencia de un misal de primera comunión
entre mis dedos. Cuantos miles , millones de años tuvieron que pasar para que
los grandes cataclismos organizaran esta
exacta geometría, Alejo Carpentier reflexionaba así en “El siglo de las luces”.
Por qué en el mar, por qué se solidifican las olas y llegan a mi arena. Qué
diosas emigrantes adornan su cuello en
la oscura profundidad de los vastos arenales donde la mar reposa. Viajo hundido
en el recoveco de una concha como las perlas, soy un destello de sal, puedo compartir con el oro
y el lapislázuli la barca que navega por la noche hasta el oriente.
¿Hay por casualidad una concha o caracola diferente? Si, me
la dio Yusupha, un niño que ya habrá venido por los borrados caminos del
Atlántico hasta España.
Es una caracola sin apenas brillo, y si acercas a su centro
el oído no escuchas los ecos de la mar contra las rocas ni ves efímeros dibujos.
Es una caracola pobre como pobre era el país donde habitaba, a la orilla del
Gambia, entre los manglares negros. Allí un niño se acercó, nos dio tanta
alegría con sus sonrisas. Le hicimos regalos y nos dijo que era un secreto, que
quería entrar al hotel y comerse un helado. Lo trajeron sus padres al día
siguiente. Y pasó el día con nosotros.
Comió helados y detrás de la nata, su ojos participaban del afán misterioso de los lagos y las caracolas.
Aquel día sentimos la alegría de dar y el dolor de la
injusticia. Nos despedimos al atardecer y sus padres humildemente, pero llenos
de abrazos y sonrisas, esperaban a la
puerta del hotel porque no estaba permitido entrar sin ser cliente.
El día de la partida, antes de montar en la guagua que nos
llevaría al aeropuerto
Yusupha vino a despedirnos y nos regaló una caracola, beige,
grande, sencilla. En el lomo tenía escrito “I love you”.
El día anterior, el niño, mientras se duchaba en hotel con
agua templada en la habitación y se vestía la ropa que Lola le había comprado,
nos cantó una canción en la lengua de los mandinga. Su voz, entrecortada por la
alegría, se quedó impresa en el misterioso mar que susurra en las caracolas; y
a veces, en las noches de insomnio la acercó a mi oído y viajo entre la sombra
de los baobabs cogido de la mano de Yusupha que soñaba que unos turistas de
clase media podrían llevarle, un día, a ver el Barça.
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ResponderEliminarEva dijo...
ResponderEliminarTu manera de contar hace bonitas hasta las historias tristes.
te echaba de menos.
Un beso. Eva
¿Sabes qué JOAQUíN? me lo había dicho Eva antes de ponerle el enlace de tu blog... me dijo, Joaquín y tú habéis escrito sin saberlo sobre lo mismo y .. es verdad, pero tú mucho más bonito, como siempre haces, entiendo tan bien vuestra satisfacción al dar... al sentir que habías regalado un instante de felicidad a YUSUPHA y él jo! a vosotros, un te quiero a lomos de una caracola. ¿Se puede regalar algo más precioso? ... quizá sí, su sonrisa y la vuestra al verlo en el aeropuerto...
ResponderEliminarEnhorabuena por esos instantes de ternura dados y recibidos y por saberlo escribir aquí tan increíblemente bien.
Bienrevuelto JOAQUÍN :))
Un beso para ti y para LOLA... a EVA se lo doy luego:))
Aaaah! meencanta la foto de cabecera del nuevo blog...ya me darás el tlf de tu ingeniera en jefe, me gusta:-)