domingo, 25 de octubre de 2015

ALIS MON AMOUR

Apenas tenía diez años cuando le di una patada a un perro y mi madre exclamó: “Es una perrita ¿por qué le pegas, qué te ha hecho? Quien desprecia al animal tiene mal natural. Esta sentencia se quedó impresa en el ADN de mi memoria (no sé si la memoria tiene ADN ) y desde entonces cuando tengo que vérmelas con un animal, le hago carantoñas y caricias para expiar la culpa.

Cuando nos regalaron a Alis, una bastarda, negra y peluda fruto de un pito cocker y una distinguida caniche, yo no me volví loco de alegría como mi mujer que parecía una catalana el día de la independencia, simplemente alcé los hombros y le prodigué las caricias de rigor.

Desde mucho antes de tener la perra, yo salía todas las mañanas a darme un paseo de hora y media, y los fines de semana subía a Chinyero y me pasaba la mañana por el cono del volcán entre los dioses guanches. Siempre solo, con lo alegador que soy y lo que me gusta a mi un debate. Pero nada, la soledad es mi compañera y la arrastro como una rozadura de zapato. Lola que es alérgica al footing, al marching y al anding me dijo:
-Mira, Joaquin, tú, que siempre te quejas de que no tienes amigos ni compañía cuando sales de marcha, llévate a Alis y ya tienes una amiga. Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre...
-Toma, una correa extensible, un paquete con unos chuches para canes y un paquetito con bolsitas de plástico para las cacas.
La perra era muy voraz, engullía todo y cuando alguien comía a su lado emitía una especie de gruñidos como si dijera:” dame, dame”.

La amistad con mi perra duro 14 años, se hizo entrañable , los fines de semana yo preparaba un picknic para ir al campo. Alise era para mi como Kim Novac, pero sin tetas y todo eso. Por las mañanas parábamos un momento, yo me comía mi sándwich de ibérico con tomate y sus gotitas de virgen extra y unos dulcitos de hojaldre con cabello de ángel, mientras que ella se inflaba con un granulado a base de verduras e hígados de pollo.

Si el paseo era en la ciudad nos sentábamos en una cafetería para desayunar copiosamente. En consecuencia cuando volvíamos a caminar Alise me daba un tirón y en medio de la acera se echaba la gran cagada. Y yo, como un gentleman de novela inglesa, me sacaba la bolsita de plástico y recogía sus excrementos.

Debo aclarar que estos hechos ocurrían mucho antes de que los españoles, y por tanto los tinerfeños nos hiciéramos nuevos ricos; por eso, creo, que causaba tanta sorpresa ver a un señor ya maduro, como yo, ocupado en un menester tan centroeuropeo como era recoger las cacas de su perra.
De hecho la gente se paraba y me decía, así se hace, sí señor, que tomen nota los dueños de los perros.

Alis parecía comprender lo que decían y daba saltos y me abrazaba la pierna. Dan ganas de comérsela, decía Lola, y a veces, si nos despistábamos, nos daba besos con lengua. Me encantaba recibir los parabienes de los transeúntes. Obviamente mis afectos y mi soledad no quedaban plenamente satisfechos por tener amistad con una perra, pues no soy zoófilo; aunque los paseos se me hacían más amenos, tenía alguien con quien hablar, e incluso algunas mañanas ligaba la hebra con chicas jóvenes a las que mi perra también les resultaba comestible. La soledad que antes tan huraño me tornaba quedó en cierto modo soslayada.

Un día paseando por los alrededores de la casa sindical, me encontré con un viejo amigo y como hacía siglos que no nos veíamos empezamos a hablar y a preguntarnos, él por Lola; yo, por Angustias, su mujer, total que nos enrollamos mientras Alise correteaba por una especie de plazuela que hay allí y se cagó sin que yo la viera. Mas hete aquí que un guardia municipal la vio, se acercó, y me dijo que sintiéndolo mucho me tenía que multar. De nada sirvió todo lo que le dije, ni lo de los aplausos ciudadanos, ni el éxito con las jovencitas, ni las bolsas de plástico que saqué del bolsillo para que las viera. Nada de nada. Todo fue inútil.

-Sígame -me ordenó y me llevó a unas jardineras que rodean la placeta de la sindical y me mostró la cantidad infinita de cagadas negras, grandes como tartas o pequeñas como rosquetes, escondidas entre las matas.
Levantó el dedo profesoralmente y me dijo: Eso es lo que ustedes hacen por Santa Cruz.

Cogí la papeleta de la multa y Alis y yo enfilamos por la calle San Francisco Javier abajo con el rabo entre las piernas.

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