En la casa Árbol siempre había fiesta. En la casa Árbol vivían Catalina, Pelayo, su marido, y sus ocho hijos, la chica de servicio, un perro con pedigrí y un chucho que trajo un día Monse, la vecina.
Catalina se casó a los diecisiete años con el heredero de un importante industrial de un pueblo de Castilla, y cuando ya tenía cuatro hijos, su marido compró una casa cerca del río, una casa con jardín y sitio para toda la familia.
Catalina estuvo entretenida en parir una tras otra, trece criaturas de las que sobrevivieron ocho.
Christophe Gilbert
Pelayo, el señor, era un gallo con cresta y sin espolones, un playboy con camisa de falange y abrigos de cheviot.
Catalina, entre vómito y vómito, entre dolores en el alto y bajo vientre, migrañas y sofocos encontraba tiempo para cocinar a diario para toda la familia, cuyos miembros le pedían cada cual lo que más les gustaba: Pelayo, ternera, lechazo o jijas castellanas, el mayor de los hijos solo comía huevos fritos y pollo con patatas, el segundo, Luisito, comía de todo, menos pescado azul y verdura, a la tercera no le importaba lo que fuera, pero comía tan rápido y con tanta voracidad que si salía del colegio antes de hora podía demediar el menú del día, la número cuatro, “es una melindres” decía su madre, y le encantaba bailar mientras comían; le gustaba radio Juventud de Castilla porque radiaban la “Solicitud del oyente” y pedían chachachás y canciones de Paul Anka. La madre dejaba que bailara porque a su padre se le caía la baba mirándola y lo que más quería Catalina era que todos fueran felices. El quinto y la sexta también tenían sus rarezas y los dos gemelos, aun mamaban.
Un año, Pelayo contrató la plaza de toros y tres novilleros para las fiestas del pueblo, y después de enseñarles la plaza y tantear a los novillos, los invitó a comer en casa. Catalina preparó un banquete de merluza porque pensó que para torear tendrían que tener el estómago ligero, y durante la comida, los novilleros decían tantas barbaridades y atrevimientos que Catalina pensó que eran unos inocentes en peligro de muerte. Fue a la cocina, preparó una tisana con Valium y se las ingenió para que la tomaran. A la hora de ir a la plaza los toreros y su marido estaban profundamente dormidos y se suspendió la novillada. La gente reclamó las entradas a Pelayo y casi se arruinó, por lo que tuvo que posponer la fiesta para otro día, y para dejar tranquila a su mujer, dijo que llevaría a los novilleros a rezar a la Virgen del Lago y que ella los protegería.
Shandi Skoglund
En la casa Árbol fiesta había todos los días, todos hacían lo que querían, no había disciplina, el padre les compraba libros y juguetes y los críos jugaban por los pasillos, encima de las mesas, en la bañera o colgados de las lámparas de “Capodimonte”; no importaba.
Rob Gonsalves
El padre como era el heredero de una familia hidalga tenía compromisos, y si venía al pueblo el gobernador, el jefe provincial del movimiento o incluso el señor obispo le regalaba a su mujer un abrigo de Astrakán, un anillo con perlas y brillantes o un sombrerito de ala corta para recibir a monseñor.
Según fueron creciendo los niños, y los gemelos soltaron la teta, la madre tenía más tiempo para ocuparse de sus cosas y, aunque seguía cocinando a la carta, se compró una cocina de gas butano con horno, una lavadora eléctrica de importación, una televisión y una batidora para las salsas; y antes de meter la ropa en el tambor, palpaba los bolsillos de los pantalones del marido y rebuscaba en las chaquetas porque don Pelayo viajaba mucho y notaba que a ella además de a perfume Varon Dandy y a puros canarios, le olía a chamusquina.
A la casa Árbol se le cayeron las hojas cuando Catalina encontró en el bolsillo de su marido una caja de condones franceses y tres plumas de aves del paraíso. El olor a cabaret de las camisas se le quedó pegado como una mosca en el escote.
Ese día se acabó la fiesta en casa Árbol, y aunque el cura le decía que perdonara a su marido y lo atrajera al hogar con buenas maneras, Catalina no estaba dispuesta a pasar por la rueda del martirio y de jarras en medio de la cocina, cantó la Marsellesa, como quien canta un bolero.
Caras Ionut
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