-Bajada
y subida son el mismo y único camino, -me dijo un señor de barba blanca, cuando
me senté en la mesa donde él tomaba una jarra de cerveza. Compartí su mesa
porque yo sé que en Inglaterra es costumbre compartirla con otras personas aunque
no las conozcas, y el hombre, un lobo de mar, hablaba perfectamente el español, pero con fuerte acento anglosajón.
Apenas
me hube sentado, él se levantó y me deseó las buenas noches.
La
camarera se deslizaba como un delfín entre las mesas, con la gracia de una
bailarina de ballet, bandeja en mano, sonriente y servicial.
Pedí
una botella de vino rosado mientras pensaba en lo de la subida y la bajada,
porque el lobo de mar con su sentencia de gurú del Ganjesme había dejado
mosqueado. Pero al segundo vaso ni el lobo de mar ni la sentencia formaban
parte de mi existencia.
Yo estaba embobado con la
camarera que me recordaba a Leslie Carol, una actriz con carita de gata de
tiempos de “Lo que el viento se llevó”.
Pero,
como estaba leyendo “El talento de Mr. Repley”, y en esta novela los personajes
beben mucho vermut , pedí un Martini.
La
camarera sonrió, y, a la vez que anotaba mi pedido, me dijo que para aperitivo
era mejor el Pernaud. Pero me tomé un vermut blanco como Marge, la amiga de Mr.
Ripley. Frío, dulce; repetí otro antes de pasar a los entremeses, y siguiendo
los consejos de la doncella de Orleans (lo noté por el acento) pedí una
ensalada con foie que le ayudé a bajar con un provençal demi-doux.
De
repente la camarera me recordó a Isadora Ducan: una libélula entre los
clientes, ligera y transparente.
La
bebida en los señores de edad provecta se precipita rápida en la bajada y, si
se tiene costumbre, aguanta la subida. Pero la bajada y la subida es un mismo
camino: de la cabeza a la vejiga. Hice
un gesto como queriendo buscar al lobo de mar que súbitamente había vuelto a mi
conciencia. Pero no estaba, así que tras dominar la punzada de la hernia discal,
me levanté y me dirigí al aseo. A la salida del mingitorio intenté que no se me
notara el efecto de los martinis y con cuidado volví a la mesa. Pero al acercarme
vi un pájaro picoteando los restos de mi ensalada tibia. Creo que era una gaviota,
aunque no estoy seguro, porque yo de
ornitología… Lo que sé es que el pájaro debía de tener diarrea, pues la
mesa y la silla estaban llenas de cagadas y, aunque la Isadora Duncan me dijo
que enseguida me preparaba otra mesa, yo estaba de pie, mirando a todo el
mundo, y todo el mundo me miraba
sonriente, porque casi todos, dejándose llevar por los consejos de la chica
habían bebido como Mr. Repeley en la novela, aunque no la estuvieran leyendo.
Isadora
me sugirió que en lugar de estar de pie mientras se restablecía el orden
perturbado por el pajarraco mejor sería que me sentara a la barra, donde me
sirvieron una copa de vermut, invitación de la casa.
Como
detrás de la barra había un pequeño televisor que retransmitía un partido de la
Real, club del que soy aficionado, me quedé mirando hasta que la camarera me
sugirió continuar con un escalope de ternera con muselinne de ajo y judías
verdes. Cuando llegó el escalope, el
partido estaba en la prórroga, así que le pedí que me dejara continuar en la
barra. “Pas de problèmme”, dijo. Para los postres ya el partido estaba en la
tanda de penaltis y devoré
un helado de higos con chocolate caliente acompañado
con vino Málaga. El Málaga lo bebí de un solo trago, con lo que la libélula me
sirvió una segunda copa. Pero , a pesar de la torpeza que estaba adquiriendo mi
lengua, logré decirle que preferiría un cava.
“No se
apure”, dijo, “en vista de todas las incomodidades sufridas, la casa le invita
a tomar una copita de cava”. Como ya llevaba un rato malinterpretando la
realidad, asentí. Daba tumbos desde la
banqueta y tan pronto me quedaba anonadado mirando al televisor como giraba la
cabeza para mirar si las gaviotas se metían con otro cliente.
En una
de estas, cuando pasó la muchacha, le quise tocar en el brazo, pero le
desestabilicé la bandeja y se fueron rodando, con restos de postre, los platos
de los últimos comensales.
-No se
apure,- me dijo -ya eran los últimos clientes, y después de usted cerraremos el
comedor.
-Pues,
siéntate y tomate una copa ahora, conmigo.
¡Hala, que yo te invito!
Se
desasió de mi, que inoportunamente le estaba cogiendo el vuelo de la manga, y con
determinación, dijo: -Lo siento, yo nunca bebo.
Quise
pensar en la palabra abstemio, pero me
resultaba imposible pronunciarla. Así que le dije que la bajada y la subida son
un único y mismo camino y le dejé cincuenta euros de propina, que ella rechazó
de plano, y con la dulzura de un sorbo de martinime cogió de la mano y me llevó
a la puerta, donde mi interior maulló
como un gatito en celo por más de diez minutos.
No hay comentarios :
Publicar un comentario